lunes, 23 de noviembre de 2015

Te Buscan

Te Buscan

15 de Octubre del Cte.
Diario La Cruz del Sur
Bahía Blanca
S/D

Estimado Sr. Director,
El domingo pasado, con motivo de la final del campeonato provincial de fútbol, hemos vivido en Urdampilleta acontecimientos de los cuales no se regresa. En mi carácter de cronista del diario local El Telúrico, he tenido el desgraciado privilegio de ser testigo de los mismos. Pero mi crónica (de la que adjunto copia), fue silenciada. Sólo espero que Ud. Sr. Director, le dé a este material el destino que su conciencia le dicte.
Las fotos que acompaño (de libre disponibilidad) servirán para ratificar lo expuesto. Como se imaginará, por ahora mi remitente es itinerante.
Lo saluda atentamente

Hermes T. Carbón
Carnet de periodista Nº 11.719

Adjunto: ocho páginas de crónica y ocho fotos numeradas y firmadas.


Urdampilleta, -FNGR- 13 de Octubre del Cte.

Con estandarte y redoblante los aguadeños ingresan cantando por el viejo camino de tierra. El estadio está colmado: los locales, en las graderías de cemento; los visitantes, rebasando la pequeña tribuna de madera, a espaldas del arco que da al cementerio. A las 16,05 luego de la exhibición de los pibes y mientras dos peones repasan a las apuradas algunas líneas de cal, ingresan los equipos. La banda arremete con el himno y el escenario se cierra.
   La primera inquietud surge cuando don Carmelo, Director Técnico de La Aguada, recusa a varios jugadores de Urdampilleta. El árbitro, Víctor Lapegna, de Claromecó, pasa lista y controla los documentos. Para él, todo está en regla. Don Carmelo insiste: Acá hay gente que no es quien dice ser.
   Moviéndome en medio del escándalo, consigo la real formación del equipo local (ver foto adjunta). Urdampilleta salió a la cancha con: Schott, Ladino y Toncoso; Lopérfido, Camacho y García Guadagna; Piña; Durañona, Cataño, Porco y Garrahan. No hace falta un gran conocimiento para saber que buena parte de estos hombres provienen de cuadros nacionales.
   Don Carmelo retira su equipo y el referí solicita por los parlantes la presencia del juez de paz. El anuncio merece una rechifla y aplausos, pero el juez no aparece. Lapegna se dirige al micrófono y lee el artículo 28 del reglamento: En caso que un equipo no se presente al llamado del árbitro o por cualquier motivo se negara a jugar, se le concederán dos minutos de prórroga, pasados los cuales, de no presentarse, perderá los puntos.
   Presionado por sus muchachos don Carmelo se aviene a asentar la denuncia en actas para el conocimiento del Tribunal de Faltas y presenta el equipo bajo protesto. A las 16,45, con ambos equipos igualados en el primer puesto, comienza la esperada final de la copa Hudson.
   La delantera de La Aguada arranca atada por los nervios. Urdampilleta se adueña del medio campo. La hinchada visitante, que se había soltado con entusiasmo, pierde fuerza y a los diez minutos se encierra en un mutismo total. En el campo, sólo se escucha el fragor de los botines y el silbato. A los doce minutos, los visitantes ya han cedido varios córners. De pronto, cuando parecía reavivarse el aliento para La Aguada, en medio de un estrépito de trueno y mientras Urdampilleta iniciaba un nuevo avance, la tribuna visitante cruje en sus veintidós hileras de tablones, se inclina y se desmorona hacia atrás, aprisionando a cientos de personas en medio de una densa nube de polvo. Los jugadores de La Aguada salen disparados en auxilio de sus partidarios. Los de Urdampilleta continúan su avance y no paran hasta empujar la pelota a la red. El árbitro convalida. Casi de inmediato, la cuadrilla de la Federal comienza a disparar gases hacia la tribuna siniestrada. Anoto la hora: 17,03, y a la carrera, por entre el gentío, acudo al lugar del desastre. En medio del gas y los gemidos, con pañuelos mojados sobre la cara, se organiza el auxilio de los accidentados. La gente del pueblo colabora. Saca a los heridos en improvisadas camillas hechas con escaleras y cargándolos en chatas y camiones los trasladan al hospital.

   Cuando no queda más que un reguero de zapatos, ropas y banderas cruzo la cancha y regreso a la cabina de periodistas donde he quedado solo. Desde allí puedo observar algo que no había observado desde abajo: buena parte de los partidarios de La Aguada son arriados por la Federal rumbo al pueblo. Vuelvo sobre mis pasos e interrogo a un oficial. Los heridos al hospital, los revoltosos al calabozo, explica. Regreso a la cabina y continúo mis anotaciones: 17,03, derrumbe de la tribuna visitante: estaba serruchada en varias partes. Como prueba, este cronista conserva muestras de aserrín.
   Por los parlantes llega la voz aflautada del intendente para informar que los contusos del lamentable accidente se reponen en el hospital y que en pocos minutos más se reanudará el encuentro. Los de La Aguada solicitan la suspensión. El hombre de Claromecó se dirige al micrófono, reclama atención, vuelve a recitar el artículo 28 y aclara: El encuentro se jugará con tiempo de descuento.
   Contrariando a don Carmelo los jugadores visitantes vuelven a la cancha. Los veo disputarse algunos limones y unas pocas botellas de agua que terminan volcándose sobre el rostro. A las 17,56 se reanuda el partido. El tablero indica: Urdampilleta 1; La Aguada 0. Otro es ahora el marco del encuentro. En la tribuna principal, un menguado gentío; en el sector visitante, unos pocos aguadeños deambulando sin rumbo entre las tablas quebradas o vociferando hacia la cancha como locos.
   Intuyo otro partido y no voy a equivocarme. En oleadas sucesivas, cambiando de frente en cada avance, La Aguada teje su bordado urgente. Y arrasa. En menos de cinco minutos, a los 21’ y a los 25’ de juego, primero Filipelli de cabeza y luego Tempone, que entra al arco con pelota y todo, ponen la bronca contra la red. María Lefteroff, la mejor alumna de la escuela, encargada de pasar las chapas con el score, pone el 1 a 2. El estadio late en un silencio de hielo. A los 29’ y a los 34’, los aguadeños convierten dos
goles más por obra de Lauría, combinando con Dorronzoro y Segura. El juego de La Aguada se hace tan medido y sin errores que hasta sus escasos partidarios dejan de gritar y se sientan a temblar como hojas sin animarse a un gesto o una palabra por miedo a romper el encanto. El ángel del fútbol ha bajado a la cancha y es tan patente su aleteo que todos los presentes quedan sumidos en un estado de recogimiento y estupor.
En su deslumbre, Lapegna no puede evitar sancionar esos cuatro goles de naufragio. Luego, alertado por el arrebato de la barra local, comienza a extender una red de sanciones que tienen como único objetivo desarbolar la inspiración visitante. Entre los 35’ y los 42’, el árbitro les anula dos goles, deja de contar otros tantos penales y termina por decretar el final del primer tiempo con tres minutos de antelación.
   Durante el intervalo, y mientras la banda se entretiene en la ejecución de marchas militares, advierto un constante flujo de espectadores hacia la salida, sobre todo, mujeres y niños.
   Quince minutos después, La Aguada no aparece. El equipo local está formado y el referí con el brazo en alto consulta el reloj. Miro hacia los vestuarios. Nadie. De golpe, por otro sector, a la carrera, uno tras otro, ingresan los jugadores visitantes. Después sabré que debieron salir rompiendo un vidrio por el tragaluz del baño. Pero el partido va a cambiar una vez más. La hinchada local, soliviantada en cánticos de asalto, se desplaza hacia delante. A medida que oscurece, abandonando las gradas, la cerrada línea humana avanza arrastrando sillas y bancos hasta el borde mismo del campo de juego y cada vez que los jugadores de La Aguada se desplazan por los laterales los espectadores los alcanzan con escupitajos. Los visitantes optan por volcar el juego al centro. No es difícil de imaginar que la consigna es durar cerrando la defensa. A los 20 minutos el juego se parece cada vez más a una cacería. De cada diez fouls de Urdampilleta el ecuánime de Claromecó tiene la bondad de cobrar uno. A los 26’ y a los 29’, La Blunda y Ríos salen lesionados. A los 39’, es el principio del fin. Por el centro, Filipelli recibe de Paz y rompiendo el libreto intenta una acción individual. Cruza la mitad de la cancha, elude a dos hombres, pero se acerca demasiado al lateral. Alguien del público intenta una zancadilla. Filipelli salta sobre la pierna, esquiva un empujón, gambetea al número 3 que se le viene encima, con una finta deja atrás al arquero y enfila un descontrolado taponazo que no sólo llega a la red sino que antes hace saltar en astillas los anteojos del cabo Matos de la Provincial que en su desesperación por impedir el gol había entrado a la cancha e intentaba cubrir el arco. Fuera de sí por la carambola el policía se lanza tras el lateral izquierdo, pero la 45, la gorra, las botas y el vino lo hacen demasiado pesado. Enfurecido, en medio de una lluvia de cascotes que vuelan por sobre su cabeza, el hombre desenvaina el arma y efectúa varios disparos sobre el jugador. Pero sin anteojos no ve bien y si a esto se suma que Francisco Filipelli salta de aquí para allá como una rana haciendo pantomimas delante de los jugadores locales, se comprenderá por qué las balas del cabo van a dar sobre la humanidad de Camacho, Durañona y Lopérfido.
   Desde ambos costados de la cancha la hinchada local se derrumba sobre los jugadores visitantes. Éstos a su vez corre en brazos de sus escasos partidarios en busca de refugio. En medio de la desigual gresca, vuelven a llover los gases, se nubla el campo de batalla y desde la burbuja de mi cabina me siento un extraterrestre y no veo más nada. Se escuchan tiros, gritos, reverberan fogonazos. Una voz en falsete pide calma por el micrófono.

   El viento despelleja la humareda. El paisaje es lunar. A mis pies, la turba recorre las graderías revoleando prendas tintas en sangre. Las incendia. Blande gritos de guerra hasta romperse la garganta. En el campo se han encendido un par de luces mortecinas. Miro el reloj: 19,39. Oscurece sobre el campo municipal de Urdampilleta, el mismo de las fiestas patrias, de los bailes de la primavera, de la coronación de la reina del trigo, de las competencias intercolegiales. El mismo pero otro. A cada instante espero despertar sabiendo que estoy despierto. Víctor Lapegna está otra vez allí, en medio del campo, con su pantaloncito y su camisa negra bien planchada y almidonada, convocando a los jugadores. Se ve que al hombre no le gustan las historias sin final.
   El partido va a continuar. De un lado, ocho jugadores, del otro, el vacío. Suena un silbato lúgubre y la pelota comienza a rodar en la penumbra. Por cronómetro quedan cuatro minutos de juego pero Urdampilleta emplea seis para hacer cuatro goles, con profusión de pases, chilenas y pelotas al toque, rabiosamente festejadas por los delirantes. María, que de milagro sigue sentada en su banquito junto al tablero, hace pasar los números y pone el 5 a 5. Un gol más y la copa es de Urdampilleta. Víctor Lapegna levanta el dedo y lo enseña a las fieras: un minuto. Las fieras contestan con una estampida gutural. Ladino mueve para Troncoso, Troncoso para García Guadagna, García Guadagna para Porco, Porco otra vez para García Guadagna y éste para Ladino que de golpe inspirado, se lanza a toda máquina contra el equipo fantasma. En ese instante lo veo. Un hombre flaco, descalzo y en calzoncillos ingresa a la cancha. A pesar de la escasa luz reconozco a De Gregorio, el arquero de La Aguada. Como emergiendo de un sueño el hombre corre, se apodera de la pelota larga enviada por Ladino y la para. El rebaño hierve en gárgaras de sangre. El hombre en calzoncillos sonríe. El juego se detiene. Cada jugador clavado en su sitio. De Gregorio levanta la pelota y la hace picar repetidas veces sobre su empeine descalzo. Un solo estribillo brota como látigo del averno. Por fin se decide. Sale disparado con la pelota al pie en medio del estupor general. Los de Urdampilleta comienzan a reaccionar. De Gregorio elude a un hombre; dos, tres. Es el fuego sagrado. Es el ángel que vuelve. Está próximo al área chica. La tribuna se estremece en un gemido desgarrado. Dos hombres le dan alcance. De Gregorio los driblea con una facilidad asombrosa, está frente al arco. En ese instante un civil de bigote que está próximo al área chica extrae un revolver y caminando por la línea lateral apunta. Todos gritan: ¡Tirale! Finalmente dispara, mientras De Gregorio, convertido en equipo unipersonal, semidesnudo y descalzo empalma con la zurda un tiro alto que el arquero rechaza con el puño. La pelota vuelve otra vez a los pies de Oscar Rubén De Gregorio, indemne, solo frente al arco. La escena se congela. O tira De Gregorio, o tira el del revólver. El resto de equipo comprende que todo es inútil y se detiene. Tiran ambos. La bala alcanza la pierna lanzada y la pelota sale de todos modos despedida con violencia, directa a las manos del arquero. Pero la detonación lo sorprende, la pelota se le resbala de los dedos y mansa, inevitable, se desliza hasta el fondo de la red. Un solo grito de dolor y alegría hace astillas el espacio que cae convertido en vidrio molido sobre el aquelarre.
   Tumba el eco. El árbitro mira el reloj y no se atreve. Da una pitada tímida que en el silencio suena como un trueno y se dirige a los vestuarios, primero caminando, luego a escape. La niña María Lefteroff no llega a tocar los números. Un brazo la aferra de la cintura y la lleva en el aire. Los pocos focos se apagan. Bajo la luz de la luna que asoma entre los tablones quebrados la horda invade la cancha y se echa sobre el cuerpo caído de De Gregorio.

   Cuando recupero el dominio de mí mismo es noche cerrada. Gano la calle por un agujero en la alambrada. Mientras me dirijo al diario veo siempre lo mismo: los restos de De Gregorio arrastrados por el césped y arrojados a la caja de un camión junto a una masa informe.
   La Aguada vino a Urdampilleta con: De Gregorio, Hopen y Ríos, La Blunda, Cafati y Tempone, Filipelli, Villaflor, Dorronzoro, Segura y Lauría. ¿Dónde están ellos o sus cuerpos? ¿Quién es el civil de pelo corto y bigote? ¿Dónde está la niña María Lefteroff?

PD: A la salida del diario me alcanza un colega a la carrera y me advierte: “arriba hay unos tipos. Leyeron las galeras. Te buscan”.


domingo, 7 de diciembre de 2008

Capitulo uno de la novela "TODO ESTO SERÁ TUYO"

(Capitulo uno)

El tren venía por el espacio abriendo el universo. Verdetierra, verdetierra, laguna y cielo, desparramo de pájaros, alambrado y silencio. Sin saberlo, entraba en un mundo que sería mío… De la estación, hicimos campo hasta una paré altísima. Todo parecía quieto, muerto, sin lugar. Nos hicieron pasar. Movieron papeles, suelas, palabras. Isa me dijo: hijo, aquí van a enseñarte a ser un hombre de bien. Me dio un beso y se fue. Nunca más la vi.

Tuvo que viajar... Ya te contaré.

En el dormitorio me mostraron: tu cama, tu pilcha, tu ropero, tu número, el ciento once. Resinación y obediencia. Ciega, me dicieron. Quitaron la luz que me estaba desvistiendo. Para apurarme, el celador me tiró un bollo. Como me reí, ligué otro. Como me reí más, otro. Resultado: terminé en el piso y el tipo me zapateó completo. Los pibes, a zafarrancho.

¿De que te reías?

No sé. Ha de ser la drenamina.

La adrenalina…

Eso. Entra un dogor, con voz de pito pone todos a callar y me revolea escalera abajo. De los pelos. En el patio empieza a meterme trompadas de sangre. Reíte ahora uno uno uno feto de mil putas. Al final, me escupitajeó y yo le batí: gracias vieja.

¿Por?

No sé. Venía perdedor. No sabía que me podía reasionar… En enfermería supe que al inflado le decían Clara Boya; que cuando lo veían venir los pibes se hacían encima, entonces iba por otro; que había un par de mongis que habían quedado así por los piñazos del bufa; que con el único que no se metía era con uno que se llamaba Chatarra; que al dire le decían Cangrejo por la cara de curda. Eso supe por el Moncho, un correntino gorgojo, trucha de mulita. Buenazo. Contaba que la vieja lo había parido prematurro. De gramos. Que lo cagó y se fue. Que para salvarlo la partera se lo enchaconó y lo crió ahí calientito calientito. Que le daba teta ahí abajo direto y que cuando al final lo desconchó se vio que se le había formado otro umbligo. Único humano con dos umbligos mostraba levantando la pilcha.

Ella lo miró.

Bueno, después me batió la justa... Éste, me lo hizo la vieja que me parió y éste otro es un cuarenticincazo que me chantó la yuta. Lo que esplica porqué además era el único humano con umbligo a la espalda.

¿Lo balearon?

De lado a lado. El viejo, que no era el viejo sino el punto de la partera, cansado de tanto conche y desconche se lo alquiló a un circo para que lo tirara a cañón. Un día se le cayó del cielo a un policía que lo confundió con estraterrestre por lo fulero y lo balió. Resultado, el cirquero lo devolvió por inservible y el punto de la partera al concebirlo difunto lo encajonó para basura. Pero esa noche se raja el cielo, se desmadra el río y el jonca con el pibe se va Paraná abajo y le entra por la ventana a una curandera que recibe el cadáver a medio hacer…

Qué historia…

–…La mano santa se lo disputa a la parca, lo retorna a la esistencia y se lo vende al mismo circo, mire usté, como el único humano nacido dos veces que en realidá eran tres. Y ¡vuelta a cañonearlo! Y ahí, basta. El Moncho se espianta definitivo, en camalote, río abajo como quien va en bote a mano y remando. En el Purga, pasó como todos, por el buzón, el desierto...

¿El desierto?

Montañas de arena en cuadros de madera, dejando siempre uno libre. Cuando el Cangrejo viene y me dice saque a pasear las montañas, yo le contesto, oiga, ¿está en pedo? Y el tipo: acá el pedo es salú y me manda derecho al buzón, un roperito de entrar parado. Días. Encima, cuando te abren te caés y como no podés caminar te mueven a rebencazos. Total, que te cuidás.

Ella pasó el mate.

¿La escuela funcionaba?

Funcionó dos años, con la Yeguasa. Le decíamos así por yegua santa. Yo me hice gente con ella… Un día le confío: no tengo recostadero. Y ella: todos tenemos en el mundo un lugar reservado nuestro que nadie ocupará jamás. ¿Ha de creerme?

Comonó.

¿Y cuál es ese lugar? pregunto. Tendrá que descubrirlo, me dice. Me enseñó a tenerme respeto. Y paciencia... El másimo tesoro no es el dinero, es la intensidá de la mirada, decía, la curiosidá. El pior enemigo del pobre es la vergüenza, vergüenza de preguntar, de no saber. No se dice pa’, se dice para; no se dice lo’libro, se dice losss librosss. Cada vez que alguno decía: y yo qué sé, ella contestaba: todo niño es un sabio que no sabe que sabe. ¡Nos rompecabeceaba, la guacha! ¿Y saben por qué sabe aunque no sepa? Porque quiere aprender. Nunca afirmaba: esplicaba preguntado. La sigo viendo en su despedida… Yo casi no la escuchaba porque la venía palando para adentro, almacenándola para el invierno. Al final, como pasando raya y sumando dijo: hay dos tipos de tiempo, en uno de esos tiempos no hay despedidas ni dolores. Ahí los espero. Abrió la puerta y se mandó. Como nadando.

Oscurecía.

–…La hallaba igualita a la virgen María. Pintada. Pero no ha de ser porque al tiempo agarró cría. Esa fue, se malicia, la razón de su partida. Por sentir la paz que en su calor despedía, con el Cabeza hacíamos tarde en bibloteca…

¿Quién es el Cabeza?

Mineti, mi hermano.

Si vos no tenés hermanos.

Hay hermanos que se hacen, y valen doble, triple. El Cabezón es mi hermano. Me leía. Nos perdíamos en las historias... Tanto, que cuando sonaba la campana salíamos tembleques.

Y de mis visitas, ¿te acordás?

Cómo no me voy a acordar. Cuando me dicieron, tenés visita se me aflojaron las patas. Tenía miedo que fuera Isa. Que me sacara.

¿No querías salir?

¿Está loca?

Hablabas tan poco…

Usté traía un dulce de leche envuelto en papel blanco, atado con hilo blanco a un manguito de madera blanca, marcado a fuego como las vacas, donde se leía Confitería París... Después, no vino más.

Enfermé... El frío, esas horas de tren, y yo tan chacabuca.

¿Usté la veía a Isa?

Le había pedido tu tenencia.

¿Qué le contó de mí?

No mucho. Vos sabés, es de pocas palabras.

Yo soy distinto, Sara…

Sos como todos.

No. En el purga me decían Piltra, por Piltrafa. Un día… Chatarra me manda llamar. Él hacía cuartel en la cancha de paleta. Asi que a vos te gusta que te den felpa, te gusta el fracaso, y movía el faso de un lado para el otro con la lengua. Bueno, te voy a dar el gusto, te voy a fracasar para siempre, pero no a vos, a tu colifa. Andá sabiendo, me alesionó, que todos llevamos dentro un colifato, un mostro descerebrado y caníbal. Para ser alguien hay que hacerlo mierda, ¿cuadrás?, bien mierda. Si no él te hace mierda a vos. Asi que, aprontate. Para mí, ese día no termina de pasar... A cada mano que me metía se me soltaba el cuerpo y tras el cuerpo lalma. Cuando el Chata paró yo estaba a la miseria, pero él no andaba mejor. Los pibes me alzaron: Pil-tra-fa… Pil-tra-fa... Ni mierda me voy a olvidar ese día... Tenés las manos pesadas y el cuerpo firme habló y todos escucharon, pero para incrustarle al Clara Boya las astillas de la napia contra la nuca te falta yel, odio, cemento. Todo podrás si te lo propones. Son muchos los que quieren patinar sobre esa bolsa de pus.

Ella se levantó y encendió la luz.

¿Y en taller, qué hacían?

Carpintería, torno... Pero lo que más me gustaba era huerta, gracias a las enseñanzas del tío Tuto. ¿Usté lo conoció?

Apenas.

Un tipazo. Gracias a él, me hicieron capaz.

Capataz…

Eso. Palar, abrir el mundo, dejar las lumbrises pataleando. Eso aserena. Viene como una respiración de ahí.


martes, 19 de febrero de 2008

La gran vía del norte

La gran vía del norte


Han pasado meses desde los festejos de la revolución, de la metralla y las bombas barriendo la plaza; de los tanques Sherman demoliendo metro a metro el último baluarte de la resistencia; de los oficiales llevados en andas por una multitud bien vestida bajo una lluvia de amapolas y claveles. A la “densa masa de hombres laboriosos” le llevará años comprender la enormidad de lo perdido.


En una estación de campo, un peón rural trepa al tren y llega a Buenos Aires para un trámite jubilatorio. Pero lo hace fuera de horario y deberá aguardar hasta el lunes.
Se aloja en una pensión de la Avenida de Mayo. Descansa el sábado y al día siguiente sale a caminar por la ciudad.
Toma por Florida al norte. Reposa unos minutos en Plaza San Martín y emboca la Gran Avenida. Se ve como un extraño en el cristal de las vidrieras pero sonríe por dentro imaginando lo que contará a su regreso en la rueda del mate.

El domingo a la mañana la Avenida Santa Fe es una fiesta. Por la vereda soleada los caballeros pasean sin prisa al abrigo de sus fortunas. Distinguidas señoras mueven su opulencia entre el galanteo masculino. Rosadas muchachas del secundario sueltan sus risas entre las piernas de sus festejantes. Todo es vidriera, elegancia, manual de buenas costumbres y retrato de familia.
El paisano procede despacio apoyándose en el bastón. Cada cruce es una aventura y se estremece a cada paso de tranvía.
Frente a San Nicolás de Bari el gentío que sale de misa lo sorprende.
Duda, pero ya es tarde para echarse atrás.
Con el bastón divide las aguas e intenta avanzar. Algo le traba la alpargata y al intentar zafar oye un alboroto canino: tiene una perra té con leche enredada en la pierna.
Al oír el barullo, la dueña recoge la correa y se dispone a ofrecer sus excusas cuando al girar, se encuentra frente al hombre.
Sublevada, la mujer vacila.
En el recuerdo se le aparece un jornalero de la estancia a quién su padre solía mortificar con el apodo de gaznápiro, y tomando por ese atajo, suelta el improperio.
–¡Gaznápiro!
Al oír la palabra el hombre sale disparado hacia el pasado. Reconoce a la primogénita de su ex patrón y se dispone a darle un saludo cargado de historia.
–¡Señora…
Pero la dama no tiene la misma facilidad para remontarse en el tiempo. Al ver al desconocido insinuarse de ese modo, se sujeta el astracán contra el pecho y con la otra mano le propina un carterazo sobre las gafas mientras la perra enloquece.
Desconcertado por el golpe y la pérdida de los cristales, el paisano lucha por conservar la sonrisa, pero no puede. En medio de la vereda, en un claro, doña Pura Rocío del Solar y el peón son el centro de las miradas.
Roja de vergüenza, la señora vuelve a golpearlo dos veces haciéndole saltar el bastón antes de caer desvanecida sobre sus tacos. La perra no para de ladrar.
Conmocionado, sin anteojos ni sostén, el hombre se inclina sobre la mujer para socorrerla mientras el gentío cierra el círculo.
Un joven alto de porte gallardo se desprende de un corrillo de estudiantes uniformados, recoge el bastón y otea por encima de las cabezas.
Ve al paisano arrodillado ante la dama tratando de sujetarla en un abrazo que se deshace.
El muchacho se acuclilla, hace pasar el bastón entre las piernas de los curiosos y enganchando al peón por un tobillo, tira haciéndolo caer sobre la matrona.
Al sentir el peso del hombre sobre su cuerpo, la mujer exhala un alarido.
Feliz de su hallazgo, el muchacho exulta:
–¡Qué porquería, che!
Sus compañeros acuden y se suman al jolgorio.
–¡Negro apestosos!
–¡Chino inmundo!
Atravesada por una ola de santa indignación la multitud se encrespa y se desmorona sobre el hombre de campo.
Impulsado a puntapiés abotinados y a trompadas de muñecas engemeladas el hombre rueda sobre sus huesos cansados.

La voz se propaga por la Gran Vía: frente a San Nicolás de Bari, a la salida de la misa de doce, un provocador al servicio del régimen depuesto ha intentado abusar de una dama.
Cercado por el odio, el paisano logra incorporarse. Dos jóvenes del Sagrado Corazón lo toman de los brazos y lo conducen hasta la escalinata de la iglesia.
El hombre apenas se sostiene. Una mano piadosa le devuelve la chalina que cae enlodada sobre su espalda. El joven alto sube un par de escalones, levanta la diestra e intenta apaciguar los ánimos. Pero el fuego está encendido y el coro lo aviva al grito de:
–¡Cobardes! ¡Hagan justicia!
Una nueva ola de insultos y empujones arremete contra el grupo. Los muchachos vacilan. Una lluvia de silbidos les picanea el orgullo.
Resignado, el estudiante en jefe cumple un gesto definitorio: se quita la corbata.
Sus compañero lo imitan.
–¡Solicitamos a los caballeros presentes tengan a bien ceder sus corbatas! –reclama.
–¡Corbatas! –repiten algunos a modo de eco.
Por sobre las cabezas pasando de mano en mano arriban las prendas que los muchachos anudan formando cuerda, mientras la primera sujeta ya las manos del prisionero.
Un par de mozalbetes trepan al paraíso y fijan el cordaje.
Una nueva comunión embarga a los presentes.
Las mujeres entonan el salmo ofrenda de paz y los hombres acompañan a media voz.
El tiempo sin moverse se ha desmoronado hacia el pasado.
Los nuevos oficiantes traen a la víctima.
La elevan entre varios y la sostiene en alto.
Por sobre el gentío, descalzo, con una ceja partida y la mirada ausente, ensangrentado el bigote entrecano, el criollo contempla ese rebaño incierto y murmura:
“¿Qué sucede padre?”
Ve algo así como un rastrojo alto sacudido por el viento. El verdugo le coloca el lazo y sus compañeros tensan la cuerda. Alguien grita:
–¡Viva Cristo rey!
La multitud responde:
–¡Viva!
Y lo sueltan.
La ofrenda se balancea, pero uno de los nudos cede y el hombre se viene abajo emitiendo un quejido.
La multitud exhala su decepción.
–¡Más corbatas! –claman desde el círculo áulico.
Cruzando el aire como víboras vuelan las sedas italianas.
La operación se repite. Los jóvenes oficiantes rehacen la cuerda y ciñen el lazo.
El peón cabecea en la tormenta. Sus ojos extraviados se posan sobre la multitud. Ve un campo ondulado que se extiende impreciso. Percibe el trajinar lento y confuso del ganado. Oye la voz limpia de su padre que recomienda:
“¡Asujete fuerte m’hijo!”
Él murmura: “Sí, Tata.”
La multitud vocifera. El peón gira la cabeza en busca de apoyo cuando el tirón lo sorprende cayendo. Pero el hombre va ya libre por el campo.
“¡Asujete m’hijo!” le grita el padre mientras él parte en el primer galope glorioso de su primer petiso, que será también el último.
Esta vez la cuerda resiste.
El cuerpo se convulsiona en medio de una lluvia de flores de las ramas altas.
Alguien sentencia:
–Se ha hecho justicia… Alabado sea el Señor.
–Alabado sea –contesta la grey.
Se abren las puertas del templo. Los acordes del órgano se derraman por la escalinata.
Concluida la última misa el cura párroco acude a la explanada a impartir la bendición. De rodillas, los hombres se descubren. La feligresía se persigna. Dos monaguillos echan incienso.
Una niña llora mirando como su globo se pierde entre los edificios.
Recién entonces, uno de los patrulleros que había permanecido estacionado en la esquina cerrando el tráfico, se pone en marcha y se aproxima.
Dejando las puertas abiertas descienden dos oficiales y se abren paso hasta el árbol del colgado.
El de mayor graduación jala del cadáver que se desploma sobre el pavimento. El otro se agacha a afloja el lazo.
Dos colegiales trepan al árbol y recuperan el resto del cordaje.
La turba se contrae hacia delante.
Escalón arriba, uno de los educandos levanta la mano, pide silencio y da inicio al protocolo.
–¡Pierre Cardin gris, con pintitas rosa…!
–¡Presente! .–contesta una voz, al tiempo que un varón enfundado en una gabardina inglesa se aproxima a recuperar su trozo de historia.
Sigue un apretón de manos y una salva de aplausos.
El bachiller vuelve a clamar:
–¡Rhoder’s, herraduras y escudos!
–¡Presente! –y tras la voz, hace su aparición un individuo rollizo, pavoneando su pecho descorbatado.
–¡Iotti, halcones y banderas!
–¡Presente! –responde un caballero maduro de sombrero y bastón que se detiene a saludar a cada paso en medio de vítores y abrazos.
–¡James Smart, franja dorada y botas!
–¡Presente!
–¡Castro, búlgara verde y violeta!
–¡Presente!
–¡Scapino, patos y faisanes…!
Silencio.
A la voz:
–¡Sagrado Corazón! –responde una ovación.
–¡Uniforme Sagrado Corazón! –la ovación se repite y estalla el bullicio femenino. Hay lágrimas, risas, conmoción.
Concluida la ceremonia, los hombres de azul se dirige a lo que en vida fuera Eustaquio Peralta, lo colocan en el baúl del patrullero y haciendo sonar la sirena parten de contramano.
La Gran Vía del Norte queda liberada al tránsito y la gente comienza a desconcentrarse.
Los floristas echan al hombro sus canastos y los triciclos de golosinas parten hacia el sur. El vendedor de cintas y escarapelas se aleja con el tablero vacío. Ha vendido todo, pero va absorto, callado.
Hacia la 9 de Julio se diluye la última columna canora. Lentamente la avenida se abandona al sopor de las tardes de domingo.
Casi no hay tránsito. Sólo queda un empleado municipal barriendo a la altura de la iglesia.
De Callao al este vienen avanzando dos carros. Uno pequeño, guiado por un ropavejero, y más atrás, el gran carro recolector de basura.
El carrito avanza al paso, entrechocando botellas, sillas rotas y trastos metálicos.
Cuando llega a la altura del barrendero se detiene.
–Salú, amigo. ¿Algo para mí?
El que limpia lo mira. Al fin, indica:
–Si quiere… revise ahí.
El del carro baja, levanta del suelo una vara y revuelve en los desperdicios.
Regresa con algo que parece una manta negra, ensopada, que arroja sobre la carga.
Sin dejar de barrer, el que limpia se aproxima.
–¿Encontró algo?
El otro duda:
–Un bastón hecho chuza… y un astracán ensopado. ¿Quiere que le diga? Parece sangre.
–El barrendero murmura:
–Hermano, no se confunda, es agua. Agua sucia…
–Está claro –apura el otro.
Se toca el sombrero y salta al pescante.
En un acto reflejo el mancarrón se pone en marcha. Casi enseguida el del carro se vuelve:
–Oiga, ¿van a dejar eso ahí?
–No se priocupe… Cada cual en lo suyo.
El mercachifle hace un gesto y se aleja.
El que barre se dirige hacia el montículo de hojas y desperdicios y a golpes de escobón lo desplaza hacia la esquina.
El bulto se desliza sobre el agua que corre junto al cordón de la vereda. Cuando llega frente al contenedor de basura bajo nivel, el hombre abre las tapas y palanqueando, lo hace caer al interior del cubo.
Ahí tiene un instante de fastidio. El bulto sobresale demasiado. Sin mucha paciencia se para encima y salta repetidas veces. Algo cede debajo y la basura queda calzada en el tacho.
Con el pie baja las tapas y arrastrando pala y escobón se dirige a la boca siguiente.
Tras él, llega el carro basurero.
Descienden dos hombres, abren las tapas, extraen el cubo con ayuda de ganchos y apoyándolo sobre el borde del carromato lo inclinan lo suficiente como para verter el contenido.
Parado en medio de las inmundicias otro empleado acomoda la carga con una escoba gastada.
Vaciado, el cubo vuelve a su nicho.
Los hombres trepan a un costado y el vehículo procede.
El del escobón aguarda más adelante junto a la última boca.
Hasta allí llega el carro y repite la operación.
Cuando terminan, el barrendero cuelga sus utensilios del varal y trepa junto al conductor. El resto del personal se reparte entre ese carro y otro que viene detrás.
Para ellos la jornada a terminado.

Los carruajes derivan hacia el río.
En la barranca, un caballo resbala y el conductor acciona el freno a manivela.
Por entre una nube de palomas, lentas, llegan las campanadas de la Torre de los Ingleses.
Son las cuatro.
Los hombres van callados.
A lo lejos, sobre los álamos de la costanera, una columna de humo se disuelve en el cielo.
Mientras atraviesan el puente, el barrendero saca un pucho del pañuelo, enciende, y lo sorbe con recelo.
Recién entonces echa una mirada hacia atrás.
El bulto grande sobresale apenas en el fondo. A su lado, el bultito té con leche va cubierto de moscas.
Por el empedrado y a los saltos el carro de la basura se va perdiendo hacia la quema.

lunes, 28 de enero de 2008

La Hormiga

La Hormiga

En el alba del primer día, cuando aún no le había impreso ningún movimiento al universo, y la tierra, el agua, el aire y el fuego eran una misma y sola cosa, advirtió que a sus pies algo se movía. Una hormiga. No es posible, pensó, debe ser una alucinación, el desbarro de una quimera. Y cediendo a un impulso, la aplastó con el pie. Luego abrió el espacio, lo sembró de cuerpos celestes, le imprimió a cada planeta una órbita, les asignó una duración, y confiado, echó su aliento germinal sobre todo. Pero la creación siguió inerte, quieta, muerta. Intentó serenarse. Retrotrajo todo lo hecho y repitió el procedimiento una y más veces con el mismo resultado. Desalentado, probó con formas parásitas. Dio con algunos hongos que se espesaban en las emanaciones de su cuerpo, pero nunca logró que se afirmaran con la mínima autonomía. Recordó entonces a la hormiga. En la ilusión de copiarla o reconstruirla partió en su búsqueda, pero en ese primer intento fue incapaz de dar con el tiempo y el espacio en que aquello había acontecido. Abatido, contó hasta setecientos setenta y siete mil setecientos setenta y siete millones que para él no eran nada, y se puso nuevamente a la tarea. En el límite de sus fuerzas, cuando ya le corría un frío helado, logró dar con los pliegues espaciotemporales que conservaban los pulverizados restos de la hormiga. Hizo retroceder un poco más la máquina del tiempo, logró deshacer su propio acto destructivo y volverla a la vida. Entonces respiró. Ahora, ese engendro estaba ahí. Era real y se movía. Real gracias al tiempo que era él, al espacio que era él y a la materia que era él. Él era el tiempo el espacio y la materia, pero esa cosa no era él. Necesitaba entender, descifrar ese enigma. Aguardó a que esa cosa viva se durmiera, se des-dimensionó y se lanzó a nadar por la interioridad de esa materia otra. De aquella travesía emergió desecho, sin fuerzas para analizar la enormidad de datos que traía (o creía traer). Se miró al espejo para reconfirmar su integridad y se abandonó al sueño. Fue entonces que una fuerza huracanada lo desmaterializó y rematerializó tantas veces de tan diferentes maneras y a tan alta velocidad, que cuando quedó a las puertas mismas de la primer cópula celular (que tampoco era la primera), en el inicio de todo lo existente (que tampoco era el inicio ni era todo lo existente), creyó recordar que de joven había hecho una experiencia parecida, aunque quizá en sentido inverso, cuando sin proponérselo, ni seguir plan preconcebido alguno se había lanzado a mezclar, fundir, recombinar y no había podido contenerse hasta encontrarse ante un miríada de inconcebibles formas animadas. Y recordó su euforia y que en su exaltación, para experimentar a cuerpo entero la potencia de ese momento, se había introducido en una de esas formas animadas elegida al azar, hasta que alguien que parecía haber sido él mismo lo había aplastado con el pie.

domingo, 27 de enero de 2008

El hombre del lobo

El hombre del lobo

Microrrelato publicado en Diario Perfil - 04.11.2007

El niño yace tumbado en sollozos cuando el animal se aproxima. La tibieza de la lengua en la mejillas le abre los brazos, frenéticos. Logra aferrarse, embocar un pezón, mamar a la desesperada. Por sobre su cabeza, rastrillando el cielo, el viento acarrea nubes de una cumbre a otra.

Diez meses antes, cuando nació, era la guerra. El padre había partido para el frente y la madre, huérfana de sí misma en medio de la barbarie, a poco de parirlo eligió la paz por sobredosis de barbitúricos. El recién nacido quedó en manos de la doméstica que lo crió en silencio y devoción. Cuando una bomba entró por la chimenea y sin explotar quedó latiendo en el living, la mujer recogió al pequeño, se lo cruzó sobre el pecho para darse ánimos y caracoleando entre cráteres y escombros se dirigió hacia su casa natal en las montañas. Anduvo en la noche y se ocultó durante el día, cuesta arriba hacia el sol, hasta reconocer finalmente el sendero, la higuera, la cerca de piedra. Con sus últimas fuerzas y con el niño pataleándole sobre el vientre, volvió a recorrer la doble hilera de álamos hacia el único lugar donde alguna vez había sido feliz. La vivienda estaba en ruinas pero ella no pareció advertirlo. Deshizo el hatillo, depositó a la criatura allí donde su madre se sentaba a hilar todas las tardes, lo cubrió con su chal, levantó la vista... Y comprendió. Comprendió que había pasado demasiado tiempo desde que ella a los nueve años había bajado a la ciudad de la mano de su primera patrona como para que sus padres vivieran y la casa conservara su integridad. Ella misma apenas podía sostenerse sobre sus fémures cansados. ¿Cuánto hacía que no se buscaba la mirada en el espejo? Sintió como de pronto y sin ruido entre las vértebras y las costillas los años se le desmoronaban todos juntos uno sobre otro. No estaba triste. Se sentía liviana, transparente. Comprendió que su misión estaba cumplida, que se había agotado su tiempo y estaba lista. Puso junto al niño dormido los últimos mendrugos y se alejó con la intención de dejarse morir allí donde la tierra quisiera recibirla. La encontró la loba, la misma que más tarde se encargaría del niño y la devoró mansamente junto a sus cachorros, limpiando los huesos.

Pasó un tiempo. El niño era casi un muchacho, un muchacho-lobo cuando apareció por allí un hombre, el primero en años, arrastrando consigo la historia de su especie. El niño lobo lo observó a escondidas durante días. Una noche lo vio caer vencido por el sueño junto al fuego y llevado por un impulso irrefrenable se acercó. Mientras lo devoraba con los ojos el hombre que duerme sueña que no está solo y despierta. Trae la mirada desorbitada de quien viene del otro lado del mundo. El lobo humano extiende las patas, su dentellada convertida en lengüetazo. Vencido por el espanto el hombre extrae un cuchillo y se lo estrella en el pecho. La sangre salta y retoma su curso natural. La devoción de la criada, la leche de la loba, la furiosa algarabía de la manada vuelven a la tierra. La última llama se extingue. El hombre con el arma en la mano queda solo temblando bajo la cúpula del universo. Sobre su cabeza giran imperturbables los astros.

La vida violenta (Reseña)

La vida violenta
[por Lautaro Ortiz, para Diario La Capital, Marzo 2006]
Tres elementos, nada frecuentes en la narrativa argentina actual, reúne Augusto Bianco (periodista, traductor y fundador de la mítica editorial Rompan Fila de los años 70) en las páginas de esta novela: humor, imaginación y un desparpajo formal que intenta con éxito destruir la columna vertebral de este género. Su historia es el relato de la vida de Juan Amaral (uno de los tantos nombres que tiene el protagonista) y su aventura, la búsqueda de su identidad. El personaje es una suerte de bestia marginal ("vivía en estado de brotación salvaje") que descubre el mundo a partir de la violencia: su placer es pegar y ser golpeado. Como si en los golpes que da y recibe estuviera el verdadero sentido de la existencia.
Mientras le cuenta a su madre adoptiva una vida construida a partir de golpes de puño, Amaral desnuda su existencia: la vida en un orfanato; el amor violento con su madre; el éxito como boxeador sanguinario (con el apodo de Amasijo Noyo lleva el boxeo a los límites con la muerte, masacrando a sus rivales con "el disparo a repetición, el falso trompadón, el firulete distractivo, el bolopunch cruzado"); el descubrimiento de un nuevo deporte como el "boxtoreo" (Amaral es capaz de derribar a los animales a las trompadas); la opresión de la hipertecnología y hasta la guerrilla centroamericana. Desde los aires, su abuelo (un ingeniero esquizofrénico perteneciente a una hermandad del aire) le sigue los pasos, acompañándolo a distintos lugares del mundo, a bordo de un dirigible bautizado Utopía.
Como una especie de dios griego, el abuelo rescata a su nieto al final de cada aventura (el dirigible sirve de deus ex machina para cada escena) cuando la muerte acecha y el cuerpo de Amaral se reblandece. La dupla nieto-abuelo, no es otra cosa que la conversación entre la experiencia y la práctica, lo político y lo social, entre el que conoce la violencia del mundo y el que la enfrenta. La teoría está en el aire y la práctica sobre la tierra. A partir de esos polos, Bianco hace su retrato de ciertas ambiciones humanas dominadas por lograr el éxito: el dinero, los terratenientes, los empresarios, la policía y hasta los medios de comunicación.
Con un cuidadoso trabajo de lenguaje, a veces deliberante sucio, tartamudo, Bianco logra un primer golpe desde el inicio que nunca decae: "El tren viaja por el espacio abriendo el universo. Verdetierra, verdetierra, laguna y cielo, desparramo de pájaros, alambrado y silencio". No hay lugar para aburridas descripciones, ni reflexiones ensayísticas, el relato demanda velocidad y así lo escribe Bianco ("Rompe el amarillo sobre los campos mojados. Humean los plátanos. Muge el ganado") En ese vértigo el autor logra por momentos que el personaje Amaral se asemeje a un personaje de historieta tratando de hallar, en cada uno de los 47 capítulos, el tesoro de la aventura.
Como un Rabelais de estas tierras, Bianco junta, pega y juega con expresiones populares, eruditas, refranes, citas y letras de tango, siempre tamizado por un humor ácido, que da pie a un retrato monstruoso de la sociedad como sistema de vida. "El planeta se parece cada vez más a un huevo de codorniz, con pequeñas manchas de bienestar en medio de un océano de miseria. El desempleo, la pobreza y la corrupción no son problemas sino soluciones. Los dueños del mundo sólo dudan entre abandonar la gente a su suerte o ayudarla a desaparecer más rápidamente antes que se vuelva demasiado peligrosa", dice el abuelo a su nieto que siempre responde con ingenio: "Bajá de la rama, imaginero".
El sabor del final es el de una novela irrepetible y -teniendo en cuenta los ejes de la narrativa actual- única en su especie. "Todo esto será tuyo" tiene el mérito de poner al género otra vez en su lugar: en el campo de la pura imaginación.

Reseña - Radar Libros



Boxeando con las palabras
[Por Lautaro Ortiz, para Radarlibros]

Un trabajo extremo con el lenguaje caracteriza la primera novela de un escritor maduro.

Pegar y ser golpeado. Eso es lo que encuentra el protagonista Juan Amaral durante su peregrinaje relatado en Todo esto será tuyo, primera novela de Augusto Bianco, nacido en Italia en 1942 y con una larga trayectoria en el país como periodista, traductor y editor.

Con una prosa deliberadamente sucia, tartamuda, construida a tijeretazos, Bianco despierta de la larga siesta a cualquier lector que se le anime a sus páginas. Claro, cualquier lector quiere decir aquel que desprecie del género las descripciones detalladas, la falta de imaginación, las largas reflexiones al margen de la historia y una prosa no vinculada con la gestualidad de la poesía, es decir, sin ritmo.

El personaje central es una suerte de bestia marginal (“vivía en estado de brotación salvaje”, lo describe Bianco) que pasa por lo peor de la vida: la violencia de un orfanato; el amor salvaje con su madre; el éxito como boxeador sanguinario (con el apodo de Amasijo Noyo masacra a sus rivales con “el disparo a repetición, el falso trompadón, el firulete distractivo, el bolopunch cruzado”) y hasta se convierte en el creador de un nuevo deporte: el boxtoreo. En su largo camino de penurias (va sin nombre aceptando la identidad que le depara cada aventura), el personaje se enfrenta al mundo de la soledad que impone la hipertecnología y hasta presta su cabeza para el nudo de la guerrilla centroamericana. Al igual que Jesús (el título de la novela remite al relato bíblico), Juan Amaral descubre en los golpes el verdadero sentido de la existencia humana y de su raza.

La figura del abuelo, esquizofrénico ingeniero perteneciente a una hermandad del aire y creador del dirigible Utopía (siempre está cuando a su nieto le faltan fuerzas) es un logro en la novela. Un personaje dibujado por dos o tres trazos porque lo que importa es lo que sale de su boca: “Ya quisiera para mí la contundencia de la rama, capaz de dosificar la sal de la tierra, plegarse a la tormenta, filtrar las radiaciones. ¡Cuánto más extraviados son los frutos del pensamiento humano! El estado de gracia es el estado vegetal humanizado, grité una vez en el seminario. A partir de ahí, me consideraron loco”. La dupla nieto-abuelo trabaja el contraste: tierra-sueños, muerte-vida, pensamiento-práctica. Uno en la tierra sufriendo, el otro en el aire enseñando: mientras Amaral se rompe el cuerpo descifrando el mundo, su abuelo desde lo alto se rompe los ojos viendo la imposibilidad de su sangre.

Entre resonancias de Arlt y Borges se escucha la humorada a la que siempre recurre Bianco para levantar la historia: juegos con refranes, con citas tangueras, guiños eruditos, gestualidades políticas y una velocidad en el relato que asombra. Sus descripciones son un ejemplo: “Escorado, el dirigible rola en la borrasca”; “Brota la torre como un hongo arrancado de la tierra por la fuerza del sol”; o el comienzo memorable: “El tren viaja por el espacio abriendo el universo. Verdetierra, verdetierra, laguna y cielo, desparramo de pájaros, alambrado y silencio”.

Bianco no respeta el equilibrio entre la historia y la prosa, y eso hace que su novela sea distinta. A Todo esto será tuyo habrá que sumarla a esa literatura que no vive de prestado sino que escarba el centro, que le mira los ojos a la novela.

Fuente: Radar Libros